Para un ser racional todo lo que
desconoce es una materia atractiva sobre la que conversar, sobre la que reflexionar,
sobre la que investigar para conocerla mejor. No hay límites. Perdón, no hay
más límite que el de la capacidad y la voluntad de trabajo de cada uno aplicada
a esa tarea.
Ésa es, desde que el hombre
apareció sobre la tierra, es decir, desde que fue capaz de razonar por vez
primera, la tarea apasionante de nuestra existencia. Se trata de algo que, en
mi opinión, no se traslada con suficiente intensidad a los ciudadanos a los que
estamos instruyendo para ser buenas personas, buenos ciudadanos y buenos
profesionales, todo lo cual lleva implícito una “bondad” perversa: la de ser
obedientes, cuando lo que hay que ser es racionales.
No se destacan, apenas se les
cuenta como una anécdota, las consecuencias de la abdicación de razonar. Es,
nada menos, que la pérdida de la libertad. Ésta sólo existe cuando se reconoce
la suprema dignidad de la persona racional por encima de ningún otro valor.
Vivimos en sociedades, somos
ciudadanos, palabra que viene de “civis”, ciudad en latín, como políticos, viene
de “polis”, también ciudad, en griego. Se contrapone así a la persona que vivía
en el campo, aislado, privado de la capacidad de vivir en una comunidad
intelectualmente floreciente como la que se genera en las ciudades, por la
menor densidad de población. Por ello es en las regiones montañosas, donde la comunicación
es más difícil, donde el hombre más que social es huraño y llega a la
agresividad “cuando baja al llano”.
No por casualidad floreció la
civilización en las llanuras fluviales, la China de los grandes ríos, igual que
la India y el SE asiático, pero también en Mesopotamia, una llanura fértil en
el medio de dos ríos. En Grecia lo montañoso quedó compensado con la facilidad
de la comunicación marítima, que no hay valle más llano. No floreció por acaso
Atenas, la que tenía la hegemonía del diálogo y la democracia, aunque fuera
imperfecta, pues era sólo para unos pocos: los libres, porque en aquellas
épocas, en una clara desviación del “derecho a la propiedad privada” se había
extendido éste al de los seres humanos, cual si animales fueran.
Tampoco se enseña que el primer
acuerdo de convivencia, desbordando el ánimo primitivo de los clanes y los
pueblos, tenía como objetivo la mejora de las condiciones de todos. Ni se
enseña que pronto ese objetivo fue robado por unos pocos que convirtieron el objetivo
en la mejora de las condiciones, pero sólo para ellos, los poseedores del
poder. No fue ni más ni menos que la puesta en práctica del precepto, tras “La
rebelión en la Granja”: “todos los animales son iguales pero algunos son más
iguales que otros”.
Fue fácil el “obsceni connubi”
del poder civil/militar y el religioso. Su poder coactivo era la amenaza de la
condenación en la vida eterna además del atropello que también se practicaba en
esta vida. El desarrollo de distintas formas de comunidades, y de atropellos al
ser humano, es un prodigio de variedad; demuestra que, al menos, somos gente
imaginativa.
Para secuestrar la libertad se
creó un mundo superior y sagrado que no se podía tocar y del que no se puede
hablar, inefable. Así se podía matar al sacrilegio si rompía el tabú que
secuestraban unos pocos dándose el derecho a decir cuál es la Verdad
No se enseña que en Europa, a la
que consideramos la Atenas actual, esas doctrinas siguen con pleno vigor. Que
hasta hace pocos años el sacrilegio era motivo de asesinato, bien que “legal”,
por parte de los Estados cristianos. Eso todavía ocurre en otras países dominados
por religiones igualmente primitivas, sectas todas del intolerante monoteísmo del
judaísmo al que imitan. Lo sigue siendo la defensa de la Patria, el Pueblo, la
Nación o como se quiera llamar a la comunidad que utilizamos para justificar el
atropello a la igualdad de derechos “del hombre (mujer o varón) y el ciudadano
proclamados hace casi dos siglos y medio..
Quizá más grave sea que haya
partidos políticos que son inefables. Se reúnen en sus parlamentos, creados
para parlamentar sobre todo lo divino y lo humano. Allí, esos “inefables” se
reprochan “V. es antinacionalista”, como si fuera irracional defender la
libertad individual que pretenden secuestrar “los patriotas nacionalistas”. El
totalitarismo, nacionalista o religioso es un tabú sagrado e inefable, porque si se toca se convierte en
polvo, y si se habla de él se ve su irracionalidad.
Ideas de Dios, Patria, Rey,
Pueblo, Unidad, son artificios tradicionales, trampas para privar de libertad
al ser humano, para reducirlo al grupo, al gang, al barrio, a la aldea, a la
nación. Lo único decente es el Estado al servicio del ciudadano único pacto
legítimo, sin “sagradas identidades” históricas, de raza, religión, creadoras
de “diferencias” convertidas sutilmente en “superioridades”.
Los parlamentos no democráticos declaran
sagradas e intocables sus “esencias patriótica” y despreciables las ajenas. Para
un Parlamento democrático, desde 1789, sólo es sagrado el individuo y su
libertad; e inmundo el más mínimo privilegio que lo atropelle.
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