El desarrollo
tecnológico y científico empezó a liberar al ser humano de su más profunda
cárcel: la de una naturaleza que, inmensa, le dominaba, que variopinta, no la
entendía. Y fue el grupo, el clan, la familia en su sentido romano, más próxima
a la tribu que a la familia actual, la que le permitió esa libertad.
Paradójicamente, fue esa misma familia, la que le impuso la tiranía social.
Desacreditadas
en Europa las pendencias entre Capuletos y Montescos, las hay redivivas por
todas partes: las familias de gitanos tienen deudas de honor entre ellos;
también muchos musulmanes, también algunos hispanoamericanos; y los mafiosos,
camorristas y demás asociaciones típicamente no democrática y aun terroristas
Sus
miembros, bien por razón de naturaleza, bien por elección, son parte del clan o
son excomulgados, lo que quiere decir que cualquiera puede matarlos: da lo
mismo que se declare una fatwa, que se le declare “muerto” y se conformen con
su excomunión social, o que se orden su ejecución “para ejemplarizar” a los que
sientan débil su “fe”.
Y
es que todos ellos reproducen la intolerancia de los que la justifican
declarando la “sagrado” obligación a la fidelidad eterna al que pertenece al
grupo “superior” nacido de las sociedades religiosas monoteístas que porque
creen en el “único Dios verdadero”, no soportan que nadie lo rechace.
Lo
curioso de esta actitud es la mayor tolerancia con el “extraño”, el que no
comulga en la “fe”, no es de la “raza”, no pertenece a la “familia”, a la
“patria”, al “equipo de fútbol”, etc., para los que se elige un nombre
especifico “hereje”, “traidor”, “vendido”, etc. Para ellos la muerte es poca
pena, como demuestra la historia de tantos miles de herejes ajusticiados, de
tantos traidores fusilados, de tantos asesinados por “arreglos de cuentas”,
abandonos de bandas o, simplemente, divorcios.
Es
fácil de entender esta intolerancia. Quien habiendo formado parte de los
mejores decide dejar de ser parte de ellos los pone doblemente en evidencia:
nadie abandona “lo mejor por lo peor”, por lo tanto, este abandono de lo mejor
es que se pone en entredicho que eso “mejor” sea todo lo mejor que se dice de
él.
Esto
produce la inseguridad que el inseguro miembro del grupo no tolera; ésa es la
razón de su agrupamiento gregario, su falta de confianza en sí mismo como ser
humano libre; su miedo a tener que elegir con el honroso riesgo de equivocarse,
que no soporta y que le lleva a vender su alma al grupo, que es el diablo que,
naturalmente, se la compra dándole la seguridad que tan bien describe aquel
slogan: “mil millones de moscas no pueden estar equivocada”, ¡coma mierda”.
Es
más fácil tolerar la convivencia con el equivocado; al fin un pobre diablo
inferior que no ha tenido la oportunidad de descubrir la ventaja de ser
superior. Su propia existencia, que reputamos inferior, es la mejor
confirmación de nuestra superioridad. Su no ser capaz de comprender los
“valores superiores que son nuestra fe en poseer lo mejor y ser el grupo
superior”, da lo mismo que sea religioso, político, deportivo, etc., contribuye
a nuestra confianza en nuestra superioridad. ¡No todo está al alcance de
todos!, pensamos, sólo los superiores tenemos acceso a la Verdad.
Por
eso jamás veremos a una de estas personas sola; siempre van en grupo ocultando
su miedo. Por eso jamás veremos a una de esas personas dialogando; siempre van
en grupo, vociferando. Y cuando los hábitos sociales le obligan a la
manifestación singular, jamás hablan de ellos como individuos; sus ideas son
las del grupo, sus derechos son los del grupo, sus demandas son las del grupo.
Son unos pobres desgraciados que no existen como seres humanos: tienen miedo a
ser libre, solteros, sueltos.
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