En estas condiciones el abordaje
del análisis de los derechos de la mujer viene condicionado por una petición de
principio. ¿Tiene la mujer por su condición de mujer unos derechos específicos
o, simplemente, tiene la mujer en su condición de mujer – atendiendo a la
valoración que se da a esa realidad en cada una de las sociedades en las que se
realiza el análisis – unos derechos específicos?
La primera concepción nos
llevaría a considerar a la mujer como un ente de razón primigenio, lo cual, sin
duda, es el fruto de una concepción ideológica que se manifestará a medida que
se vayan desarrollando las consecuencias lógicas de esta concepción. Ésta
postura podría considerarse ideológicamente absolutista, pues parte de la
concesión del derecho absoluto inherente a la condición esencial de ser mujer
con independencia de donde ella se encuentre. Es decir, parte de la concepción
de una “idea” de mujer, de ahí que sea una construcción ideológica,
La segunda concepción nos
llevaría a considerar que la mujer, como tal, no tiene unos derechos que le
sean inherentes por su condición, sino que distintas mujeres, situadas en
distintas sociedades, tienen distintos derechos todos ellos más o menos
congruentes dentro de una estructura jurídica que es, en cada sociedad, la que
es y la que reconoce derechos a sus miembros, empezando por establecer quienes
son miembros sujetos de derecho y quienes no, que a veces ahí reside todo el
truco.
Apriorística – siempre lo es - o no – cuando lo es de modo inconsciente en
el subconsciente- esta “realidad” de
mujer es la condensación material de la “idea” de mujer subyacente en una
determinada organización social.
Establecida la inevitable
“contaminación” ideológica de ambas posturas nos encontramos una vez más ante
el eterno problema del conocimiento: partir de la idea para el análisis de la
realidad, confrontándola con el modelo, que es la idea misma, o partir de la
realidad, para extraer de ella lo intrínseco. Esta tarea exige despojarla de
las excrecencias adheridas como barnáculos al casco del buque, para que
desembarazada no sólo de lo inútil sino de lo perjudicial, por inútil, la idea
pueda navegar limpiamente en el mundo de las ideas, que no por ello es menos
“material”, valga la paradoja, ni menos “real”, ni, sobre todo, menos
“natural” que el mundo de lo tangible.
Todo reside de que definamos lo tangible en un sentido primitivo o no.
Llegados a este punto, procede
recordar aquel aforismo matemático que dice: “todo problema mal planteado
carece de solución”. ¿Hemos hecho el planteamiento adecuado de la cuestión que
queremos analizar o la iniciamos con un pie forzado que va a conducir,
indefectiblemente, a unas conclusiones que vienen condicionadas por ese defecto
de partida, que es el que queríamos evitar con el análisis precedente? En mi
opinión, sí hemos partido de un pie forzado que es otra añagaza perpetuamente
oculta en el análisis de la “realidad”.
Max Planck estableció que la
observación de la realidad produce un impacto en la realidad observada que nos
impide observar la realidad como era antes de ser observada. Esta afirmación,
que se tiene entre los científicos como una especie de quintaesencia de la
sutileza, y lo es, constituye sólo una manifestación de lo que, muchos siglos
antes, habían establecido los filósofos respecto de la observación de la
realidad, mediante la introspección o la extrospección; ambas, como dice
Planck, en la medida en que observan la realidad la alteran – bien que de
distinto modo – con lo que la realidad observada no es la que es.
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