No se puede
ser un demócrata si se justificar
la falta de respeto a la
voluntad ciudadana libre y mayoritaria que exige la propia esencia de la
consulta democrática. Tampoco hay libertad si se apoya, declarada o
subrepticiamente, en un estado de imposición violenta sobre la voluntad de esos
ciudadanos, contra la que no se combate o que se permite con abdicación
perezosa de nuestra propia estima como seres humanos.
Este doble
abuso generalizado ha pervertido la ética colectiva, la esencia de la
democracia. En el concierto internacional se apoyan gobiernos, “manu militari”,
que atropellan los derechos más elementales. Se mantiene relaciones cuando hay
“razones de Estado” que “justifican esos atropellos”, sean estratégicas,
Israel, petroleras, Guinea, etc., o que “justifican la agresión internacional”,
Israel, Iraq, sobre la base de mentiras absolutas. Desenmascarado el tramposo
no pasa nada; son gajes de su oficio. Y así nos vuelven miserables a todos,
convertidos en cómplices con nuestro silencio; ¡y que sólo sea con nuestro
silencio!
Veamos algunas propuestas para recuperar, en el
concierto nacional y europeo, el lugar preeminente de una justicia que nadie
reclama en las manifestaciones populares. Sólo se pide la convivencia en paz
ignorando que ésta sólo existe si es su fruto. Ésa es otra muestra de
perversión de los valores morales de
nuestra sociedad. La boca se llena de gritos y peticiones de paz sobre todo por
parte de los violentos y de quienes no mueven un dedo a favor de la justicia,
siendo así su perfecta coartada.
Reivindicamos
un derecho objeto de controversia en nuestro país y en algún otro. Cuando el
discrepante es honrado y leal los problemas se resuelven a través del diálogo
democrático. La falta de lealtad arruina la posibilidad de diálogo. El
discrepante desleal no es demócrata, como mona sigue siendo la que se viste de
seda. Su rechaza al diálogo busca la confrontación: desde la guerra, más o
menos franca, pasando por el terrorismo cobarde o por el doble lenguaje del
político desleal. Ser racionales exige rechazar esa trinidad: la guerra es
inaceptable; el terrorismo miserable; el engaño ruin.
La guerra
produce daños humanos, los únicos que, de verdad, importan. Es el resultado de
sustituir el valor superior de la razón y del diálogo por la sinrazón suprema
de la violencia irracional. Su única disculpa es práctica recíproca de la misma
violencia.
El terrorismo
es más inmundo; es inadmisible en una sociedad democrática. Quien esparce el
terror usa la violencia con la impunidad del Estado de Derecho. En las
dictaduras sólo hay terrorismo de Estado. El Estado de Derecho veta la
violencia. De él surge el terrorismo, como flores del mal. Ésa es la grandeza
de las víctimas, inermes ante la violencia antidemocrática. La injusticia de la
situación impide el diálogo con quien crea un esquema de comportamiento
incompatible con la razón y la lealtad.
El terrorista
rechaza el diálogo al querer imponer su voluntad. Sus víctimas son voluntarios
demócratas que respetan lo racional del diálogo y la legislación vigente. Los
terroristas y sus escuderos, los del doble lenguaje, son totalitarios decididos
a imponer su voluntad sin oír otra opinión. Sus peticiones de diálogo son una
petición de principio. Sólo cabe el diálogo si ambos dialogantes tienen una
actitud común: 1.- el respeto a la
palabra dada, 2.- el respeto al ser
humano y 3.- el respeto a la
voluntad expresada en las urnas. El no
demócrata - sanguinario o no - y sus escuderos, no respetan ninguna de las
tres.
El no
demócrata le llama diálogo pero sólo se impone su voluntad; exige que los
demócratas digamos sí a sus imposiciones. Y que digamos, además, que es por
voluntad propia. Quien rechaza la opinión discrepante y pacífica del
interlocutor hace imposible el diálogo. La imposición no deja de serlo aunque
se llame diálogo. No engaña a nadie.
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