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27 may 2013

Derecho a decidir: (4) Ser libre

Pero no es la inteligencia lo que convierte al ser que somos en un ser humano. El ser humano es, con todas las excepciones que uno conoce, un ser social; el famoso zoon politikon de Aristóteles. De esa sociabilidad es donde surge el elemento esencial del ser humano: su voluntad.
            El ser humano quiere y porque quiere elige. Ahí, en ese acto de elección es donde reside la consideración de ser humano pleno. Quien carece de opción no es un ser humano pleno porque no se le reconocen todos los derechos intrínsecos al ser humano.
            No es ser humano el nasciturus, sino sólo una expectativa de llegar a serlo y, como tal, digna de la protección que la sociedad decida darle a lo que no es pero puede llegar a ser. No todo lo que puede ser tiene “derecho” a ser. El derecho es, no lo olvidemos, un acto de la voluntad de una colectividad por el que se reconocen derechos a los miembros de su colectividad a la que ella le quiere reconocer que tiene derechos. Ese reconocimiento ha sido variado, muy variado, y muy arbitrario, a lo largo de toda la historia. Ésta es una realidad de la que es consciente poca gente, que la reflexión no es una virtud general.
            Es ser humano, pero se le niega su capacidad plena, el infante, el niño y aun el adolescente hasta una edad dada, que varía de unos países a otros. Normalmente las sociedades primreitivas – en plena lucha contra la naturaleza para su supervivencia, y no integrados en ella como falsean los “ecologeros” - reconocen la mayoría de edad muy pronto porque la sociedad necesita del concurso de todos sus miembros y, por tanto tan pronto como puede ser útil lo convierte en adulto,
            Es un ser humano, y hasta hace poco hasta en España carecía de capacidad plena, la mujer, que sólo si estaba soltera, es decir, suelta, era dueña de ella misma, que casada no podía hacer nada si no disponía de la autorización de su marido, diríamos, “y señor”. Y aun soltera, su mayoría de edad solía ser más alta que la de los varones, 23 años frente a 21 en el mismo siglo pasado, tan cercano él. De ello es fácil comprender la terrible vida de tantas mujeres que no conocieron la libertad hasta la viudez, que pasaron del dominio paterno al dominio conyugal. Hoy eso parece prehistórico, pero estoy tentado de afirmar que eso le ocurrió a la inmensa mayoría de las madres vivas.
            Las religiones, con la obsesión sexual que caracteriza a todas, defendieron siempre este statu quo y sólo de boquilla declaraban “compañera te doy, que no sierva”. La frase, bonita, ciertamente, no pasaba de ahí, ¡nada menos que por mandato divino!, esas iglesias demuestran que Dios las quiere desiguales; sin los derechos del varón. Y es que una cosa es no ser sierva y otra es ser un ser humano con iguales derechos.
            Tampoco hace tantos años que en la ilustrada Europa había seres humanos que eran esclavos. En los periódicos de principios del S. XIX se pueden encontrar anuncios de venta de esclavos entre cuyas virtudes figuraban características tan singulares como “no se hace pis en la cama”, “sabe leer”, etc.
            Este pequeño repaso de circunstancias odiosamente próximas nos permiten extraer una conclusión: eso seres humanos, por inteligentes y razonadores que fueran, no era seres humanos simplemente porque no se les reconocía algo, que es el atributo esencial del hombre: la libertad.
            Y la libertad no es sólo una opción interna – ala de pensar - sino externa, la de hacer. Sólo tiene todos sus derechos el que es libre. Sólo él es persona plena, socialmente hablando. Los demás necesitarán padres, tutores, cuidadores porque no son libres. Y los límites de la libertad son los mínimos que establece la convivencia deseada
tiene que reconoce sus derechos para poder exigirle sus deberes.
            Es un ser humano, y hasta hace poco hasta en España carecía de capacidad plena, la mujer, que sólo si estaba soltera, es decir, suelta, era dueña de ella misma, que casada no podía hacer nada si no disponía de la autorización de su marido, diríamos, “y señor”. Y aun soltera, su mayoría de edad solía ser más alta que la de los varones, 23 años frente a 21 en el mismo siglo pasado, tan cercano él. De ello es fácil comprender la terrible vida de tantas mujeres que no conocieron la libertad hasta la viudez, que pasaron del dominio paterno al dominio conyugal. Hoy eso parece prehistórico, pero estoy tentado de afirmar que eso le ocurrió a la inmensa mayoría de las madres vivas.
            Las religiones, con la obsesión sexual que caracteriza a todas, defendieron siempre este statu quo y sólo de boquilla declaraban “compañera te doy, que no sierva”. La frase, bonita, ciertamente, no pasaba de ahí, ¡nada menos que por mandato divino!, esas iglesias demuestran que Dios las quiere desiguales; sin los derechos del varón. Y es que una cosa es no ser sierva y otra es ser un ser humano con iguales derechos.
            Tampoco hace tantos años que en la ilustrada Europa había seres humanos que eran esclavos. En los periódicos de principios del S. XIX se pueden encontrar anuncios de venta de esclavos entre cuyas virtudes figuraban características tan singulares como “no se hace pis en la cama”, “sabe leer”, etc.
            Este pequeño repaso de circunstancias odiosamente próximas nos permiten extraer una conclusión: eso seres humanos, por inteligentes y razonadores que fueran, no era seres humanos simplemente porque no se les reconocía algo, que es el atributo esencial del hombre: la libertad.
            Y la libertad no es sólo una opción interna – ala de pensar - sino externa, la de hacer. Sólo tiene todos sus derechos el que es libre. Sólo él es persona plena, socialmente hablando. Los demás necesitarán padres, tutores, cuidadores porque no son libres. Y los límites de la libertad son los mínimos que establece la convivencia deseada

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