Pero no es la inteligencia lo que
convierte al ser que somos en un ser humano. El ser humano es, con todas las
excepciones que uno conoce, un ser social; el famoso zoon politikon de Aristóteles. De esa
sociabilidad es donde surge el elemento esencial del ser humano: su voluntad.
El
ser humano quiere y porque quiere elige. Ahí, en ese acto de elección es donde
reside la consideración de ser humano pleno. Quien carece de opción no es un
ser humano pleno porque no se le reconocen todos los derechos intrínsecos al
ser humano.
No
es ser humano el nasciturus, sino
sólo una expectativa de llegar a serlo y, como tal, digna de la protección que
la sociedad decida darle a lo que no es pero puede llegar a ser. No todo lo que
puede ser tiene “derecho” a ser. El derecho es, no lo olvidemos, un acto de la voluntad
de una colectividad por el que se reconocen derechos a los miembros de su
colectividad a la que ella le quiere reconocer que tiene derechos. Ese
reconocimiento ha sido variado, muy variado, y muy arbitrario, a lo largo de
toda la historia. Ésta es una realidad de la que es consciente poca gente, que
la reflexión no es una virtud general.
Es
ser humano, pero se le niega su capacidad plena, el infante, el niño y aun el
adolescente hasta una edad dada, que varía de unos países a otros. Normalmente
las sociedades primreitivas – en plena lucha contra la naturaleza para su
supervivencia, y no integrados en ella como falsean los “ecologeros” -
reconocen la mayoría de edad muy pronto porque la sociedad necesita del
concurso de todos sus miembros y, por tanto tan pronto como puede ser útil lo convierte en adulto,
Es
un ser humano, y hasta hace poco hasta en España carecía de capacidad plena, la
mujer, que sólo si estaba soltera, es decir, suelta, era dueña de ella misma,
que casada no podía hacer nada si no disponía de la autorización de su marido,
diríamos, “y señor”. Y aun soltera, su mayoría de edad solía ser más alta que
la de los varones, 23 años frente a 21 en el mismo siglo pasado, tan cercano
él. De ello es fácil comprender la terrible vida de tantas mujeres que no
conocieron la libertad hasta la viudez, que pasaron del dominio paterno al
dominio conyugal. Hoy eso parece prehistórico, pero estoy tentado de afirmar
que eso le ocurrió a la inmensa mayoría de las madres vivas.
Las
religiones, con la obsesión sexual que caracteriza a todas, defendieron siempre
este statu quo y sólo de boquilla declaraban “compañera te doy, que no sierva”.
La frase, bonita, ciertamente, no pasaba de ahí, ¡nada menos que por mandato
divino!, esas iglesias demuestran que Dios las quiere desiguales; sin los
derechos del varón. Y es que una cosa es no ser sierva y otra es ser un ser humano
con iguales derechos.
Tampoco
hace tantos años que en la ilustrada Europa había seres humanos que eran
esclavos. En los periódicos de principios del S. XIX se pueden encontrar
anuncios de venta de esclavos entre cuyas virtudes figuraban características tan
singulares como “no se hace pis en la cama”, “sabe leer”, etc.
Este
pequeño repaso de circunstancias odiosamente próximas nos permiten extraer una
conclusión: eso seres humanos, por inteligentes y razonadores que fueran, no
era seres humanos simplemente porque no se les reconocía algo, que es el
atributo esencial del hombre: la libertad.
Y
la libertad no es sólo una opción interna – ala de pensar - sino externa, la de
hacer. Sólo tiene todos sus derechos el que es libre. Sólo él es persona plena,
socialmente hablando. Los demás necesitarán padres, tutores, cuidadores porque
no son libres. Y los límites de la libertad son los mínimos que establece la
convivencia deseada
tiene que reconoce sus
derechos para poder exigirle sus deberes.
Es
un ser humano, y hasta hace poco hasta en España carecía de capacidad plena, la
mujer, que sólo si estaba soltera, es decir, suelta, era dueña de ella misma,
que casada no podía hacer nada si no disponía de la autorización de su marido,
diríamos, “y señor”. Y aun soltera, su mayoría de edad solía ser más alta que
la de los varones, 23 años frente a 21 en el mismo siglo pasado, tan cercano
él. De ello es fácil comprender la terrible vida de tantas mujeres que no
conocieron la libertad hasta la viudez, que pasaron del dominio paterno al
dominio conyugal. Hoy eso parece prehistórico, pero estoy tentado de afirmar
que eso le ocurrió a la inmensa mayoría de las madres vivas.
Las
religiones, con la obsesión sexual que caracteriza a todas, defendieron siempre
este statu quo y sólo de boquilla declaraban “compañera te doy, que no sierva”.
La frase, bonita, ciertamente, no pasaba de ahí, ¡nada menos que por mandato
divino!, esas iglesias demuestran que Dios las quiere desiguales; sin los
derechos del varón. Y es que una cosa es no ser sierva y otra es ser un ser humano
con iguales derechos.
Tampoco
hace tantos años que en la ilustrada Europa había seres humanos que eran
esclavos. En los periódicos de principios del S. XIX se pueden encontrar
anuncios de venta de esclavos entre cuyas virtudes figuraban características tan
singulares como “no se hace pis en la cama”, “sabe leer”, etc.
Este
pequeño repaso de circunstancias odiosamente próximas nos permiten extraer una
conclusión: eso seres humanos, por inteligentes y razonadores que fueran, no
era seres humanos simplemente porque no se les reconocía algo, que es el
atributo esencial del hombre: la libertad.
Y
la libertad no es sólo una opción interna – ala de pensar - sino externa, la de
hacer. Sólo tiene todos sus derechos el que es libre. Sólo él es persona plena,
socialmente hablando. Los demás necesitarán padres, tutores, cuidadores porque
no son libres. Y los límites de la libertad son los mínimos que establece la
convivencia deseada
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