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14 jun 2013

Derecho a decidir (13) Normas de circulación política

Hay formas pseudo-democráticas, por prehistóricas, de practicar la política a la que definen como “el derecho a imponer la voluntad por parte de quien logró el poder en las urnas”. Hitler lo ganó así. Mugabe también, tras unas trampas. El dictador soporta la liturgia de solicitar periódicamente el voto. Si no se lo dan, lo fabrica. Aunque no lo reconozcan, ellos creen que el poder es suyo. Si lo tienen, lo ejercen con intolerancia. No buscan el acuerdo si tienen el poder. Ejercen “su” mayoría absoluta de “sus” votos. No buscan el acuerdo en sus decisiones ni para que su obra sea menos perecedera por haberse basado en el acuerdo. Quieren imponen “su” derecho: ¡mandar!; que es lo “suyo”. Se “lo deben” las urnas. Si las urnas “les” retiran la confianza”, se irritan; y culpan a los votantes; o “a los elementos”. Si no tienen el poder arremeten contra el que lo tiene y le “exigen”  que pacte con las minorías; con “ellos”. La recíproca no es cierta.

            El “arte de la política”, desde siempre, se basa en el acuerdo de voluntades. Por eso convierte el poder en el arte de lo posible. Eso da al interlocutor todos los derechos que el sentido común permite, articulados en la legislación vigente. Y si es necesario, se re-interpreta ésta del modo más favorable para poder ejercer la libertad de cada uno de modo que aumente la de todos; nunca la de cada uno a costa de los demás.
            El no demócrata no entiende la ley como indicaciones para canalizar el tráfico de la convivencia. Las ve como señales de prohibición para restringir la libertad del otro que circula. En vez de indicaciones de fondo azul o, incluso, de triángulos con el borde rojo que indican la necesidad de precaución a la hora de circular, siembran todo el trayecto de señales circulares con su rosquilla roja prohibiendo girar a la izquierda o a la derecha, detenerse, seguir hacia delante, dar una vuelta en redondo. ¡Prohibir es lo suyo!
            Una circulación democrática exige que haya las mínimas señales de prohibición. Las distintas actitudes se reflejan en la proporción de señales de recomendación frente a las de prohibición; en buscar una atmósfera conciliadora para evitar los accidentes; sobre todo los accidentes con muertos; no una atmósfera punitiva de “caza del incumplidor” para hacer caer sobre él todo el peso de la ley; algo, sin duda necesario dado su comportamiento, pero la ley lo que exige es evitar las víctimas.
            ¿Cuál es el verdadero objetivo de la ley de circulación?: ¿poner multas o impedir los accidentes? Poner multas disuade a los incumplidores de quebrantar la ley y así, sin duda el número de accidentes disminuye. Establecer una serie de medidas, educativas, convincentes, inductoras del cumplimiento de la ley, etc., da mejor resultado en la disminución de accidentes. Además de hacemos a todos más decentes es más barato.
            La imagen del agente de tráfico escondido tras una curva, que pone multas en vez de evitar que se tome a velocidad excesiva colocándose delante resulta odiosa. Son dos actitudes que envían dos mensajes distintos al ciudadano: estamos para multar a infractores o estamos para evitar que haya accidentes. Ello no impide reconocer que el el infractor no es una víctima, como algunos se presentan sin duda es el culpable.
            En política mucha gente ve la ley como una arma “legal” para aniquilar al otro, no la ve como un instrumento para regular la convivencia de un modo amable, sosegado y, sobre todo, sin hacer trampas. El conductor que incumple la señal es, sin duda, un incivil. La violencia, aun la poca que se permite dentro de la ley, es mala. La ley que se incumple tiene dos valoraciones distintas: para un demócrata es un fracaso social Para un dictador es una forma de dominio porque, pisada la raya, “caerá sobre ellos el peso de la ley”. Hay frases reveladoras: “¡la calle es mía!”. “¡nadie me toque mis decisiones!”. ¡Qué terribles expresiones dictatoriales!. La calle, la ley y las decisiones son siempre del pueblo: “del que emanan los poderes del Estado”.  ¿Es que no se enteran? El ciudadano, en su manifestación conjunta, es el asiento de toda soberanía. ¿Por qué les resulta tan difícil entenderlo?, Mejor dicho, ¿por qué si lo entienden les resulta tan difícil aceptarlo?
Es comprensible que esos últimos residuos familiares que aun quedan en muchos países, esos reyes que se creen con derechos hereditarios, estén dispuestos a sostener esa irracionalidad aplicando el viejo refrán “llámame perro, pero échame pan”, que es la actitud a la que han llegado después de haber sido privados, una tras otro de todos los derechos que en tiempo pasado habían conseguido hacerles creer a los ciudadanos que los tenían, primero por voluntad de Dios, luego - lo más frecuente - por la voluntad de un generalote apoyado por la derecha capitalista y, normalmente, con las bendiciones de la iglesia - la de cualquier signo, que a repartirse el poder se apuntan todas.
            Los políticos, a los que confiamos el ejercicio del poder, son nuestros servidores. Ellos se creen nuestros amos - unos más que otros, pero al final todos los que no tienen un espíritu republicano. Los elegimos para que trabajen en hacernos la vida más cómoda y placentera. No para arremeter con el Código Penal, ni para lucrarse de modo corrupto, ¡ni para arremeter contra el infractor ¡pero sólo si es de otro partido!”
El pleito mejor ganado sigue siendo un mal acuerdo. Pero eso sólo si existe un mínimo nivel de lealtad: reconocernos todos - las personas que es lo único importante - iguales ante la ley, sin privilegios trasnochados de carácter personal, por más que se haya pretendido institucionalizarlos, pero también sin privilegios sacados de la manga, manipulando el lenguaje.

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