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5 jun 2013

Derecho a decidir: (10) Libertad para reunirse, libertd para separarse

El derecho a constituir unidades de convivencia es parte de la libertad personal.

            Aun reconociendo los atropellos históricos cometidos y que el mundo no nació hoy, con cada día surge otra oportunidad de crear un mejor mundo futuro. Un mundo que parte del presente y que no puede ignorar el pasado para no repetirlo reincidiendo en el error. Mejor dicho, no debe olvidar el pasado, que poder puede. Por eso no es vana la advertencia que dice: “quien ignora la historia, está condenado a repetirla”.
La historia es un muestrario de demasiados errores; también de muchos aciertos. El inteligente presta atención a todos pero sigue la senda de los segundos para no reincidir en los primeros, que sería un retroceso en la línea del progreso ya recorrido.
Para ello basta con aceptar un hecho intrínsecamente indiscutible: si se reconoce el derecho a constituir colectividades jurídicas, según ciertas reglas equitativas que nos dimos a nosotros mismos en el ejercicio de nuestra libertad, ese reconocimiento exige reconocer el derecho a separarnos, no atropellando a una parte, sino respetando a todas.
            El hombre está por encima de sus actos. Todo lo que acuerda lo puede revocar o, de lo contrario no sería libre. Sólo cabe prohibir revocar el acuerdo de cualquier modo, en cualquier momento y sin encomendarse a nadie atropellando los derechos. Hacerlo respetando la ley diferencia a las sociedades democráticas de las demás; diferencia al político honrado del tramposo; al que respeta la ley, del que se la fabrica a su gusto.
            La secesión de los miembros de cualquier comunidad cabe siempre. Pero hay que respetar las reglas dadas en el momento de acordar la unión previstas en los Estatutos para el día en que la comunidad desapareciera. Si no se acordaron entonces, habrá que sentarse y establecerlas con equidad. Prever el futuro es más inteligente que tropezarse con él. Hubo sociedades religiosas que no dudaron en limitar la libertad de sus miembros declarando inviolables algunos pactos, p. ej., el matrimonio. Su coartada fue el presunto mandato de un presunto extraterrestre y el presunto bien de sus presuntos hijos, pues aunque no los tuvieran seguían empeñados en su indisolubilidad. Es dudoso que la intención fuera buena - ¿cómo puede serlo limitar la libertad de nadie? - el resultado fue espantoso.
Es un hecho indiscutible que las personas cambian con el paso del tiempo; sus sentimientos también, que no siempre se pueden controlar, ni, quizá, sea bueno hacerlo. Es insensato ignorar que, algunas veces, el ilusionado objetivo de mutua felicidad en la convivencia se ha convertido en imposible. No hay un culpable; sólo dos víctimas. Pero el objetivo de hacer feliz al otro aun permanece,  salvo cuando el deterioro lo ha podrido todo. Lo único imposible es hacerlo en comunidad, como se quería; como se deseaba.
Ello no implica violar el compromiso “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. La iglesia que actuó de notario “reconociendo el deseo, nacido de Dios” expresado por los pretendientes: buscar la mutua felicidad en compañía debería seguir en su papel notarial y dar fe del nuevo deseo, “tan puesto por Dios como el primero”, procurarse la mutua felicidad, pero ahora por separado. Ningún extraterrestre decente quiere mantener unido lo que, si nos ponemos así, él permitió que se desuniera. Si la familia debe ser un ejemplo de vida personal y social amorosa, nada educa menos que la convivencia violenta. Las sociedades racionales son sensatas, aceptan el divorcio y protegen el derecho de todos.
            Igual trampa se hizo con la patria. Se nos obligó a dejarnos matar a otros para defender la finca del rey, ese tirano soportado por las distintas sociedades de creyentes en extraterrestres. También lo hizo la república irracional. Los países más desarrollados moralmente, razonando, prohibieron el asesinato legal y establecieron que para un hombre decente (varón o mujer), cualquier patria vale menos que su vida.
            La mili obligatoria, como la indisolubilidad del matrimonio, acabó en lo que era; en lo que había sido siempre: un contrato laboral. Los republicanos, a fuer de demócratas, somos gente razonable; por eso pedimos que en todos los países se establezca en su constitución un procedimiento para la secesión de cualquier parte de esa comunidad. Lo proponemos no por insensatas razones históricas, como las que suelen alegar algunos beligerantes oportunistas. Lo hacemos porque es lo racional: la convivencia forzada con personas que no desea convivir siempre produce perjuicios y, además, esos perjuicios se reparten siempre de forma muy poco equitativa. ¿A quien le puede interesar eso?

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