El
derecho a constituir unidades de convivencia es parte de la libertad personal.
Aun
reconociendo los atropellos históricos cometidos y que el mundo no nació hoy, con
cada día surge otra oportunidad de crear un mejor mundo futuro. Un mundo que
parte del presente y que no puede ignorar el pasado para no repetirlo
reincidiendo en el error. Mejor dicho, no debe olvidar el pasado, que poder
puede. Por eso no es vana la advertencia que dice: “quien ignora la historia,
está condenado a repetirla”.
La historia es
un muestrario de demasiados errores; también de muchos aciertos. El inteligente
presta atención a todos pero sigue la senda de los segundos para no reincidir
en los primeros, que sería un retroceso en la línea del progreso ya recorrido.
Para ello
basta con aceptar un hecho intrínsecamente indiscutible: si se reconoce el
derecho a constituir colectividades jurídicas, según ciertas reglas equitativas
que nos dimos a nosotros mismos en el ejercicio de nuestra libertad, ese
reconocimiento exige reconocer el derecho a separarnos, no atropellando a una
parte, sino respetando a todas.
El
hombre está por encima de sus actos. Todo lo que acuerda lo puede revocar o, de
lo contrario no sería libre. Sólo cabe prohibir revocar el acuerdo de cualquier
modo, en cualquier momento y sin encomendarse a nadie atropellando los derechos.
Hacerlo respetando la ley diferencia a las sociedades democráticas de las
demás; diferencia al político honrado del tramposo; al que respeta la ley, del
que se la fabrica a su gusto.
La
secesión de los miembros de cualquier comunidad cabe siempre. Pero hay que
respetar las reglas dadas en el momento de acordar la unión previstas en los
Estatutos para el día en que la comunidad desapareciera. Si no se acordaron
entonces, habrá que sentarse y establecerlas con equidad. Prever el futuro es
más inteligente que tropezarse con él. Hubo sociedades religiosas que no
dudaron en limitar la libertad de sus miembros declarando inviolables algunos
pactos, p. ej., el matrimonio. Su coartada fue el presunto mandato de un presunto
extraterrestre y el presunto bien de sus presuntos hijos, pues aunque no los
tuvieran seguían empeñados en su indisolubilidad. Es dudoso que la intención fuera
buena - ¿cómo puede serlo limitar la libertad de nadie? - el resultado fue
espantoso.
Es un hecho indiscutible que las personas cambian
con el paso del tiempo; sus sentimientos también, que no siempre se pueden
controlar, ni, quizá, sea bueno hacerlo. Es insensato ignorar que, algunas
veces, el ilusionado objetivo de mutua felicidad en la convivencia se ha
convertido en imposible. No hay un culpable; sólo dos víctimas. Pero el
objetivo de hacer feliz al otro aun permanece,
salvo cuando el deterioro lo ha podrido todo. Lo único imposible es
hacerlo en comunidad, como se quería; como se deseaba.
Ello no
implica violar el compromiso “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.
La iglesia que actuó de notario “reconociendo el deseo, nacido de Dios”
expresado por los pretendientes: buscar la mutua felicidad en compañía debería
seguir en su papel notarial y dar fe del nuevo deseo, “tan puesto por Dios como
el primero”, procurarse la mutua felicidad, pero ahora por separado. Ningún
extraterrestre decente quiere mantener unido lo que, si nos ponemos así, él
permitió que se desuniera. Si la familia debe ser un ejemplo de vida personal y
social amorosa, nada educa menos que la convivencia violenta. Las sociedades
racionales son sensatas, aceptan el divorcio y protegen el derecho de todos.
Igual
trampa se hizo con la patria. Se nos obligó a dejarnos matar a otros para
defender la finca del rey, ese tirano soportado por las distintas sociedades de
creyentes en extraterrestres. También lo hizo la república irracional. Los
países más desarrollados moralmente, razonando, prohibieron el asesinato legal
y establecieron que para un hombre decente (varón o mujer), cualquier patria
vale menos que su vida.
La
mili obligatoria, como la indisolubilidad del matrimonio, acabó en lo que era;
en lo que había sido siempre: un contrato laboral. Los republicanos, a fuer de demócratas,
somos gente razonable; por eso pedimos que en todos los países se establezca en
su constitución un procedimiento para la secesión de cualquier parte de esa
comunidad. Lo proponemos no por insensatas razones históricas, como las que
suelen alegar algunos beligerantes oportunistas. Lo hacemos porque es lo
racional: la convivencia forzada con personas que no desea convivir siempre produce
perjuicios y, además, esos perjuicios se reparten siempre de forma muy poco
equitativa. ¿A quien le puede interesar eso?
0 comentarios:
Publicar un comentario