El sentido de la proporción es
una exigencia de la justicia social. La igualdad ante la ley exige que ésa sea
igual para todos. Reconocer que todos somos desiguales exige que la ley permita
un margen de valoración subjetiva, para que ese margen permita mejorar la
calidad de la justicia. El rigorismo en la “igualdad” es una forma de
atropello. Cristo reprochó a los fariseos “amantes de la legalidad” fijarse con
escrupuloso detalle en los impuestos sobre el comino que exigían a los pobres mientras
ellos se permitían a sí mismos tragar “carros y carretas”.
En la Universidad, pese a la
subida de las matrículas, la mayor parte del coste de la enseñanza se paga con
los impuestos de los ciudadanos. Es una especie de “beca general” a todos los
estudiantes, es decir, una inversión que el Estado hace en su juventud para
poder tener, el día de mañana unos profesionales bien formados y no ciudadanos
sin oficio ni beneficio.
A esa “beca implícita”, que
atiende la mayor parte del coste, añade el estudiante el pago del resto del
coste de la matrícula. Esta otra parte, que es la mínima, la pagan algunos
estudiantes, con una “beca específica” que reciben en función de la situación
económica de su familia.
Debemos destacar el hecho paradójico
de que quienes más aportan al pago de las “becas general”, que es la mayor
parte del coste de la enseñanza, sean los trabajadores de familias más
desfavorecidos, ¡porque son la mayoría!
La situación real es que un
estudiante hijo de una familia acomodada, ¡aunque no se de cuenta de ello!,
recibe una “beca implícita” del orden del 80 % del coste total de la enseñanza.
Si sus calificaciones son inferiores a 5, es decir, si suspende, ¡no se le
retira la beca. Por el contrario, se le seguirá pagando la “beca general”,
aunque rebajada algo en su cuantía a un 70 o 60 % si reincide en no aprobar. Le
trae sin cuidado; con esa “beca general” se puede permitir el lujo de repetir
las asignaturas varias veces porque sólo se le encarece la matrícula del 20, al
30 o al 40 %,“lujo” que se permitir las familias acomodadas de hijos con “nulo
rendimiento académico”.
Pero si el estudiante de una
familia sin recursos, que gracias a un suficiente rendimiento en el
bachillerato logró llegar a la universidad, aunque apruebe su rendimiento no es
1,5 puntos superior al que se le exige al hijo de familia acomodada para
aprobar, es decir un rendimiento un 30 % superior, el Sr. Wert quiere privarle
de la “beca específica”, ¡aunque haya aprobado la asignatura! Le priva de la
oportunidad de lograr un título universitario ¡por bajo rendimiento!
Más aun, si, como señalábamos
más arriba, el estudiante de familia acomodada es un vago cuya calificación es 1,
al año siguiente obtendrá su “beca general” por el 70 o el 60 % mientras que al
estudiante de una familia que sólo puede estudiar si tiene “beca específica” y
que aprobó con una calificación de 6,4, es decir 6,4/ 1 = 6,4 veces mayor, ¡un
640 % más!, se le niega la opción de estudiar ¡por su bajo rendimiento! ¿Cabe
mayor disparate que éste?
El resultado es que, a partir
de entonces, con los impuestos que paguen los padres del alumno al que se le ha
impedido estudiar en la universidad, al estudiante que suspende año tras año le
seguirán pagándole una “beca general” por importe del 70, del 60 %. ¿Cabe mayor
atropello?
Así, en un par de años
habremos regresado al S. XIX. En ese siglo, salvo contadas excepciones, a la
universidad sólo iban los hijos de
familias acomodadas y los de las clases medias, pero no las de trabajadores
manuales. ¿Quizá por eso las matrículas tenían un coste mucho menor, en
proporción y casi íntegramente se pagaban con recursos públicos, es decir, de los
impuestos de la mayoría de los españoles, aquellos cuyos hijos no tenían opción
universitaria alguna?
Esa política es la que nos quiere
imponer el Sr. Wert. Aun con el beneficio de presunción de inocencia hay que
condenarle. SI lo hace premeditadamente por hacerlo, si no se da cuenta de las
consecuencias de lo que propone, por incompetente.
A medida que la mínima
justicia social ampliaba el acceso a estudiantes de familias cuyo nivel
cultural era cada vez menor, las exigencias académicas, el hándicap, para lograr
una beca se iba reduciendo hasta exigir sólo el aprobado. Y aun este mínimo, en
ciertas situaciones muy específicas y justificadas de deterioro social y
económico familiar, tenían una cierta excusa.
Son muchas las políticas
educativas posibles. La única imposible es aquella en la que, porque el coste
de la enseñanza se encarezca, las consecuencias, ¡una vez más! Las paguen sólo los
más necesitados. Los estudiantes a los que se les priva de la “beca específica”,
la barata, pese a haber aprobado, mientras que los que las familias más
pudientes siguen recibiendo la “beca general”, la cara, pese al nulo rendimiento académico, suspendiendo
año tras año.
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