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15 jul 2013

Derecho a decidir: (18) La soberanía reside en el pueblo

      Quizá Vds. recuerden una película de John Wayne, esta vez era irlandés, no vaquero, “El hombre tranquilo”. Si no recuerdan a John Wayne, recordarán a Maureen O’Hara, una pelirroja cuya melena impactaba en aquellas primeras películas de “color by technicolor”.

                Los irlandeses se han hecho acreedores al tópico de pendencieros y bravucones, pero son amables. No daré explicaciones ideológicas fáciles, pero muchas veces la gente que ha sido educada creyendo estar en posesión de toda la Verdad son insaciables y no se conforman con tener bastante razón; si no se les da toda se vuelven pendencieros.
                Digamos en descargo de esa liturgia violenta que muchos problemas se arreglaban luego, pacíficamente, en el pub alrededor de media docena de jarras de cerveza, que una no bastaba. Por ahí era por donde tendrían que haber empezado. Entonces quizá no hubiera sido tan dramáticas las divergencias y, en cualquier caso, siempre habría jarras de cerveza.
                España es país donde hay muchos “poseedores de toda la Verdad” empeñados en  imponérsela a todos los demás. Hoy, pese a la humildad que da la realidad, aun hay gente inflamada de violencia intolerante. Gastan la mitad de su vida diciendo; “esto no se puede tolerar”, o “hay que acabar con ellos”, o “no tragaremos”. Vano desperdicio de energía. Al final casi todo resulta “tolerable”; no se consigue “acabar con nadie”, salvo las pobres víctimas individuales; y acabamos “tragando” todo lo que nos echen y no sólo  jarras de cerveza o vasos de vino, ¡que era por donde debíamos haber empezado!.
                “¡Son unos traidores!”, gritan, y suben al campanario llamando a rebato para iniciar la cruzada, siempre “santa”. “¡Que llamen a la policía!”, gritan los que, porque no tienen razón, recurren a la fuerza “legalizada” para imponer su sinrazón. ¿Recuerdan a Fraga vociferando “la calle es mía”. ¡Cuanta violencia, Dios mío, animada de espíritu destructivo e intolerante contra quienes, simplemente, piensan de otro modo! Que tampoco es tanto pecado pensar.
                La función de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, la Constitución, está bien clara: “Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, bajo la dependencia del Gobierno, tendrá como misión proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana”. ¿Lo hacen? Desgraciadamente no muchas veces.
                No cabe llamar al ejército para atropellar la seguridad ciudadana. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tienen “como misión”, proteger el libre ejercicio del derecho de petición. Eso incluye el derecho de pedir una modificación del Estatuto de Autonomía que decida cualquier Parlamento autonómico en su “ámbito propio de decisión”; el derecho a solicitar un cambio de la Constitución, que aun no se ha pedido; y, aun, a que las Cortes Generales dicten la correspondiente Ley orgánica aceptando la modificación o, si no lo consideran, siempre dentro del “ámbito propio de decisión”, rechacen la propuesta.
                Cualquier persona lo aceptará de buen grado; ésa es la ley. No hay otra opción. Cuanto más arriscado sea alguien y más pacífico el trato que reciba, más clara será su desmesura si se enfada. La única violencia de la discusión será la que aporte el violento. Por eso los violentos están solos. Salvo cuando se juntan los que  hay por todas partes y entran en resonancia los unos y los otros. A todos hay que dejarlos solos. “Si uno no quiere, dos no discuten”. Los violentos se cuecen en el jugo de su propia violencia. La amabilidad del interlocutor hace desaforados los gritos del gritón. Seamos pues amables hasta con el impertinente por respeto a uno mismo, no por táctica.
                Pero recordemos, hay otra solución: cambiar esta Constitución franco-borbónica heredada de la dictadura por una Constitución democrática que elijamos libremente. Los representantes de los ciudadanos tienen que acoger el sentimiento ciudadano. Si no lo hacen  habrá un divorcio entre quienes tenemos la soberanía (“la soberanía reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado”, art. 1.2,CE78) y quienes nos representan tan mal porque no acogen lo que nosotros queremos.
                Los Diputados deben ser conscientes de que sólo son representantes no soberanos.

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