La confianza no admite medias tintas:
se tiene o no. Es una virtud inmaculada. La única garantía de que uno no nos
engaña por dos veces es que no lo haya hecho la primera.
Todos tenemos amigos correctos,
pero son menos aquellos de plena confianza. Ser correcto es más que no ser
delincuente. Para no ser delincuente basta no quebrantar la ley. Ser correcto
exige un comportamiento intachable. En tal caso decimos que tenemos confianza
en una persona. Pero para determinados trabajos exigimos más que eso, exigimos
que no quepa la más mínima sombra de la duda de que en ningún caso esa persona
dejará de ser intachable.
En nuestras relaciones humanas
concedemos a todos la presunción de inocencia. A muchos a los que se la
concedemos no les dejaríamos ni dos euros para que nos los guardaran. Jamás
diremos que tememos que no nos lo van a devolver; simplemente no les damos la
oportunidad de que eso ocurra. No ponemos en riesgo nuestra confianza, evidente
poca, para poder seguir regalándole - porque es nuestro regalo - nuestra
presunción de inocencia.
Las relaciones humanas se basan
en la lealtad. A las personas que ocupan ciertos cargos se les exige más “índices
de confianza” que a otros. A políticos, magistrados, médicos, docentes, etc., funcionarios
públicos en general, se les exige un plus de ética intachable. Es indeseable el
engaño en cualquier profesión; en estas profesiones no se tolera no ya la
mentira sino el engaño o el equívoco o, simplemente la sombra de la duda en la
lealtad de la relación.
Esta exigencia trasciende a la
persona y alcanza a su familia y amigos. Sin duda los delitos son personales,
pero la confianza es transpersonal. Nadie dejaría su patrimonio a un administrador
honrado cuyos amigos fueran traficantes de armas, pederastas, etc., delitos que no tienen nada que ver con el
dinero. Menos si fueran blanqueadores de dinero, evasores de impuestos o
falsificadores de documentos. Este plus de “índices de confianza” plantea una
disyuntiva, o se rompe con esos amigos o parientes indeseables o se pierde la
confianza, aun sin delinquir.
Eso lo entendió el César cuando
se divorció de su mujer pronunciando la famosa frase de “la mujer del césar,
además de ser honrada y parecerlo”. Por eso fue intolerable el espectáculo de
defensa del Sr. Divar. Por eso, mutatis mutandis, es intolerable el espectáculo
de defensa del Sr. Bárcenas; también el que dan quienes fueron sus defensores
apasionados que hoy - demasiado tarde- no paran de escarnecerlo. Por eso,
mutatis mutandis la ocultación de militancia - sin duda no delictiva - del
Presidente del Tribunal Constitucional es inadmisible.
Si el César no puede tener una
mujer, sólo porque “no parece” honrada ¿qué “fumus bonae eticae” (humo de buena
ética) cabe exigir al propio César? Toda la que no tenga le faltará a la
magistratura que desempeñe el César, se trasvasa como ocurre con los vasos
comunicantes.
Un Ministro de Justicia coincidió
en una cacería con un juez. Fue objeto de una cacería política y dimitió. No
había cometido ningún delito. No quiso que el “fumus bonae eticae” afectara ni a su Ministerio ni al Gobierno del
que era parte. Un ejemplo de ética que nadie ha seguido.
Gastos de representación que no
se producen pero se cobran, finiquitos diferidos que son una burla lacerante,
pertenencia a un partido que se oculta. Sólo habrá delito tras la condena, pero
el fumus es el de Dinamarca. Algo huele a podrido; legal, pero podrido. Y la
ley de los vasos comunicantes no admite excepciones. Ni aunque algunos vasos se
nieguen a comunicarse, como acaban de hacer algunos miembros. Pese a ello la institución
está tocada. Si queremos salvarla la única solución es la dimisión. Y si al
interesado hay que explicarle por qué, la urgencia de su dimisión es mucho
mayor.
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