Hace falta tener unas entrañas
negras, muchos miles de personas las tienen, para alegrarse de que unos
asesinos tan desalmados como los etarras queden en libertad. Un sentimiento “justiciero”
pugna con violencia con el progreso de la razón que nos ha hecho evolucionar al
pasar de la justicia aplicada por la propia mano, la pura venganza, a la
justicia institucional, en pasos progresivos hacia una civilización que todavía
no existe en muchos países.
Nuestra justicia descansa en la
sanción del delito según una ley promulgada en un Código Penal que, con cruel
paradoja, se llama la Constitución del delincuente. Nosotros vemos la Ley de
las XII Tablas como el primer gran paso hacia una modernidad cuya interiorización
racional se enfrenta en dura pugna con nuestros sentimientos ante determinados
tipos de delitos.
“Odia el delito y compadece al
delincuente”, es frase genial de mi paisana, Concepción Arenal, con la que
pocos pueden estar en desacuerdo. Pero enfrentados al caso concreto de ciertos
delitos especialmente odiosos, de nuevo el sentimiento se enfrenta con
violencia a la razón.
Pascal dijo “el corazón tiene
razones que la razón no comprende”, frase que, como pocas, condensa este
conflicto insoluble en la elección: dejarse gobernar por los sentimientos o por
la razón. Hemos elegido que la razón domine nuestros sentimientos porque se
consideró que los perjuicios de esta decisión eran menores que los que
ocurrirían de elegir la opción alternativa.
Tras esta elección tremenda analicemos
la realidad de la actuación judicial y política que a muchos nos avergüenza porque
añadió sal a una herida que debió haber cubierto de bálsamo. Cualquier persona,
no ya un profesional del derecho, sabe que la ley posterior no es aplicable a
los delitos anteriores. La alteración en la interpretación de la ley,
productora de inseguridad jurídica en cualquier ciudadano, es ilegal. Da igual
lo atroz que sea el delito cometido por un criminal; no por ello deja de tener derechos
humanos; los mismos que él vulnera, sin duda; los que nosotros, sin embargo,
respetamos; y eso es lo que nos diferencia del asesino.
Es inaceptable que fueran unos
profesionales del derecho los que aplicaran la doctrina Parot. Al hacerlo han conducido
al fango a la justicia española, ligada a partir de ahora a esa sentencia, una
sentencia previsible desde que se alumbró esa inicua doctrina.
También lo es que el poder
político, tras la primera y previsible sentencia de Estrasburgo declarando inaplicable
la doctrina Parot, en lugar de minimizar el impacto de esa decisión, que
previsiblemente repetiría la Gran Sala ¡lo hizo por unanimidad!, la recurriera
con insensato populacherismo. Logró un aplauso de las doloridas familias de las
víctimas, pero ha aumentado su dolor generando unas expectativas irreales y -
algo escarnecedor - dándole a los asesinos un aura de “víctimas”. Lo correcto
hubiera sido explicar que la justicia aplicada fue una ley que promulgara
Franco y que, por mucho que duela, “dura lex, sed lex”; lo contrario sería la
selva.
Hace poco que el tribunal de Estrasburgo
dejó ya en entredicho a nuestro sistema judicial por no defender los Derechos Humanos
de una víctima de la avaricia bancaria. Un magistrado le explicó al defensor de
la postura del “Reino de España”, es decir, del Gobierno: “nosotros defendemos
el Orden Público y éste consiste en defender los Derechos Fundamentales de los
ciudadanos”. El representante español declaró sorprendido “en España por Orden
Público entendemos otra cosa”. El magistrado de Estrasburgo, discreto, no dijo
lo que pensaba.
La declaración del Ministro de Justicia,
insistiendo con populacherismo, “estoy en desacuerdo con la sentencia”, hace que
nos felicitemos de que ejerza de político y no de fiscal.
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