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21 oct 2013

Estrasburgo 2 - Madrid 0

Hace falta tener unas entrañas negras, muchos miles de personas las tienen, para alegrarse de que unos asesinos tan desalmados como los etarras queden en libertad. Un sentimiento “justiciero” pugna con violencia con el progreso de la razón que nos ha hecho evolucionar al pasar de la justicia aplicada por la propia mano, la pura venganza, a la justicia institucional, en pasos progresivos hacia una civilización que todavía no existe en muchos países.
Nuestra justicia descansa en la sanción del delito según una ley promulgada en un Código Penal que, con cruel paradoja, se llama la Constitución del delincuente. Nosotros vemos la Ley de las XII Tablas como el primer gran paso hacia una modernidad cuya interiorización racional se enfrenta en dura pugna con nuestros sentimientos ante determinados tipos de delitos.
“Odia el delito y compadece al delincuente”, es frase genial de mi paisana, Concepción Arenal, con la que pocos pueden estar en desacuerdo. Pero enfrentados al caso concreto de ciertos delitos especialmente odiosos, de nuevo el sentimiento se enfrenta con violencia a la razón.
Pascal dijo “el corazón tiene razones que la razón no comprende”, frase que, como pocas, condensa este conflicto insoluble en la elección: dejarse gobernar por los sentimientos o por la razón. Hemos elegido que la razón domine nuestros sentimientos porque se consideró que los perjuicios de esta decisión eran menores que los que ocurrirían de elegir la opción alternativa.
Tras esta elección tremenda analicemos la realidad de la actuación judicial y política que a muchos nos avergüenza porque añadió sal a una herida que debió haber cubierto de bálsamo. Cualquier persona, no ya un profesional del derecho, sabe que la ley posterior no es aplicable a los delitos anteriores. La alteración en la interpretación de la ley, productora de inseguridad jurídica en cualquier ciudadano, es ilegal. Da igual lo atroz que sea el delito cometido por un criminal; no por ello deja de tener derechos humanos; los mismos que él vulnera, sin duda; los que nosotros, sin embargo, respetamos; y eso es lo que nos diferencia del asesino.
Es inaceptable que fueran unos profesionales del derecho los que aplicaran la doctrina Parot. Al hacerlo han conducido al fango a la justicia española, ligada a partir de ahora a esa sentencia, una sentencia previsible desde que se alumbró esa inicua doctrina.
También lo es que el poder político, tras la primera y previsible sentencia de Estrasburgo declarando inaplicable la doctrina Parot, en lugar de minimizar el impacto de esa decisión, que previsiblemente repetiría la Gran Sala ¡lo hizo por unanimidad!, la recurriera con insensato populacherismo. Logró un aplauso de las doloridas familias de las víctimas, pero ha aumentado su dolor generando unas expectativas irreales y - algo escarnecedor - dándole a los asesinos un aura de “víctimas”. Lo correcto hubiera sido explicar que la justicia aplicada fue una ley que promulgara Franco y que, por mucho que duela, “dura lex, sed lex”; lo contrario sería la selva.
Hace poco que el tribunal de Estrasburgo dejó ya en entredicho a nuestro sistema judicial por no defender los Derechos Humanos de una víctima de la avaricia bancaria. Un magistrado le explicó al defensor de la postura del “Reino de España”, es decir, del Gobierno: “nosotros defendemos el Orden Público y éste consiste en defender los Derechos Fundamentales de los ciudadanos”. El representante español declaró sorprendido “en España por Orden Público entendemos otra cosa”. El magistrado de Estrasburgo, discreto, no dijo lo que pensaba.
La declaración del Ministro de Justicia, insistiendo con populacherismo, “estoy en desacuerdo con la sentencia”, hace que nos felicitemos de que ejerza de político y no de fiscal.

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