Hoy estamos asistiendo a un
retroceso en la protección de la libertad de opinión. Se necesita volver a sus
clásicos defensores para impedirlo. Hay que estar atentos a los vientos que nos
azotan, sea el blando céfiro o la gran marejada, para no perder el norte: el
hombre, varón o mujer, nació para ser feliz- Algunos se empeñan en que
aceptemos vivir callados en el valle de lágrimas que ellos crean.
El atropello es constante y por eso secularmente se
han alzado voces denunciándolo. El caso más triste es el de Sócrates. Le reprocho
su suicidó, por eso le ensalza la derecha. Espartaco me parece una reacción más
justa que colaborar en la injusticia suicidándose. El juez debería ser quien
ejecutara el asesinato. Y los jueces y
fiscales debieran pasarse un mes encarcelados para saber qué significa esa
condena que, con tanta alegría, despachan algunos con sus prisiones cautelares
y perpetuas revisables.
No cabe más sensatez en el argumento: “Pero el genuino daño de silenciar una
opinión es que es un robo a la raza humana, tanto a la posteridad como a la
generación existente, y más a los que disienten de esta opinión que a quienes
la comparten. Si la opinión es justa se les priva de la oportunidad de dejar el
error por la verdad. Si es equivocada se les arrebata un beneficio casi igual
de valioso, la percepción mas clara y viva de la verdad producida por el
contraste con el error.”
Estos dos
párrafos, tomados de “La libertad”
de Stuart Mill, debieran ser lectura periódica y obligada, por intemporal, para
no perder el norte. Hoy emergen querellas por groserías y la torpeza política se
transmutó en judicial. La razón del otro, acertada o errónea, se esfuma con el rechazo
al diálogo. Al acuerdo pactado lo ha substituido la confrontación violenta de
la maquinaria de la justicia. La razón para ponerla en marcha siempre debe ser
la última ratio ¡no digamos ya la justicia penal!
Se debe
evitarse la búsqueda de la justicia del juez. “El acuerdo entre las partes, está sobre la ley, porque es más justo; de
premio resulta más fácil de ejecutar”. Ningún juez puede superarlo: “un mal acuerdo es siempre mejor que el
mejor de los pleitos”. La justicia puesta en marcha rueda lentamente, pero
lo apisona todo a su paso; incluso la justicia. Recuerdo la película “Kramer contra Kramer” que debería ser
de visión obligatoria cuando alguien quiere divorciarse, para que se lo piense
o si sigue adelante para ir con un cuaderno pactado ante el juez para que,
simplemente, lo bendiga.
¿Estamos obligados a soportar la mala
educación? Aunque siempre habrá quien quiera encarcelar a todos los
maleducados, es un dislate. No obstante, todo tiene un límite prudente.
El primero, es la sanción social; Con
una sociedad bien educada esa sanción basta.
El segundo, es la indemnización. Debe
ser proporcional, mejor progresiva, al patrimonio del ofensor y no al “poder”
del ofendido para que la sanción produzca igual daño disuasorio en el ofensor,
El tercero, el penal, se debe prohibir.
Eso no protege la dignidad del ofendido ¡que es la misma sea quien sea la
víctima! Es un fraude de ley tras el invento de una inexistente “dignidad colectiva”. Con ese fraude se protege
a quien ejerce el poder político o social; es decir, se desampara al más débil;
al ciudadano más necesario de protección; al que está más indefenso. No cabe mayor injusticia. Sólo se busca
“proteger al poderoso”. Desde la
infancia se nos lavó el cerebro para que pareciera normal. Una grosería a un
compañero merece apenas una admonición; a un profesor implica mayor sanción. La
agresión y el daño moral son idénticos. La diferencia es la víctima: un “mindunguis” o “la autoridad”. Así se “educa
a los súbditos” a saber que estamos bajo el dictado; que “no somos iguales ante la ley”.
El derecho a la tutela judicial efectiva no
puede discriminar a nadie. Si alguien quema, rompe o pisotea una imagen teatraliza
su rechazo al representado, sea el cónyuge, el vecino de arriba, el entrenador,
el jefe del Estado o algún ser irreal, que hasta eso es delito. Luis XVI lo hubiera preferido a la
guillotina, siempre la última ratio. También significa el rechazo a la
institución que representa, en cuyo caso ni hay afrenta personal. El argumento de que representa a todos es
falso. No representa a los que la queman o rompen; tampoco a quienes aplauden,
ni al grupo que apoya en silencio lo hecho.
Que ese
grupo silencioso sea mayoritario o no es lo de menos. Si es un delito, ¿deja de serlo si lo apoya la mayoría? Esa es la
justicia de Pilatos; esa es la que nos dan. Si hay delito, lo hay aun si se
atropella al más “mindunguis”. Pero por eso pasa lo que pasa: la justicia no es igual para todos.
Sólo en una
República democrática que de fin al atropello a la libertad de expresión propio
de una dictadura se puede lograr que la justicia sea igual para todos y no un
arma de represión del poder. Valle Inclán hoy podría escribir Luces de Bohemia escrita
bajo aquella dictadura borbónica: el grado de corrupción de las instituciones,
las rigen personas corruptas, se ha reproducido; el caldo es el mismo.
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