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23 ene 2016

Entendamos el castellano

Art. 2, CE78: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
La definición de la “Nación española” como la “patria común e indivisible de todos los españoles”, nos  remite a la de esa “patria común” que  a su vez exige definir a los “españoles” que podrían definirse como quienes queriendo serlo el Estado español reconoce como tales. Sin duda es una pescadilla que se muerde la cola. La historia dice que no puede ser de otro modo.
Violada por el borbón la Constitución de 1812 hubo constituciones que establecían o no los límites geográficos de la “Nación española”. En todas era común la referencia a los españoles. Esos límites geográficos, precisados o implícitos, han sufrido sucesivas disminuciones. Cada vez que había alguna nueva constitución se creía que sería la última. ¿Cuál será ésta?
La respuesta histórica es sencilla: aquella después de la cual ningún colectivo de españoles que viva en un territorio de la nación española quiera dejar de ser español y logre imponerlo mediante un tratado de paz tras una guerra o cediéndolo a otro sin previa guerra.
Éste es el caso del malnacido borbón (Fernando VII) cuando fijó con los USA las fronteras al oeste de los ríos Sabina y Arkansas y al norte del paralelo 42 dejó de ser parte de la común e indivisible “Nación española” el territorio de Oregón, las Floridas, la Luisiana y con ello la posibilidad de navegar el río Misisipi. 
Sus borbónicos  descendientes perderían lo demás tras perder guerra tras guerra. Ésa ha sido la constante borbónica más característica de la política interior: la incompetencia. Pese a ello hay una “indisoluble unidad de la Nación española”, la que haya en cada momento tenga el tamaño que tenga. Nunca desaparecerá mientras haya españoles que quieran seguir siendo españoles.
¡Y aun si desaparece puede existir la Nación! Eso pasó con Polonia; porque había polcaos empeñados en ser polacos reapareció. El caso de Israel es distinto; no todos aceptan su ilegítimo origen. La II República siguió existiendo tras la imposición de la voluntad del Dictador militar y de sus sucesores. Sigue latente el deseo de tener una Nación democrática, es decir, republicana; hasta que emerja en virtud de un acuerdo libremente tomado entre todos los españoles no habrá solución; seguiremos bajo la imposición; es decir, bajo la dictadura.
La “legitimidad” no es algo intrínseco como en un objeto de razón: un cuadrado nunca puede ser un círculo. La legitimidad es una cuestión política que nace del acuerdo. Al carecer de esencia intrínseca objetiva - pese a que los “patriotas dictatoriales ” crean lo contrario - si nació del acuerdo lleva en su propia esencia modificarse con posteriores acuerdos.
Sobre esa base se han construido los Estados cuya evolución geográfica es una realidad viva y la realidad internacional. Pocos, si hay alguno, tienen iguales fronteras que hace un siglo. Sólo el acuerdo político es la única solución válida a los problemas políticos.
La confrontación bélica violenta es un error al querer imponer a alguien lo que no quiere. El callejón sin salida es evidente. El triunfo bélico no resuelve el problema por más que quien impone su voluntad lo logre. El problema permanecerá latente hasta que se logre un acuerdo.
La confrontación ante los tribunales, menos cruenta, tampoco es una solución válida. Un problema político exige modificar la ley previa. El triunfo judicial impone la voluntad de la ley previa, pero no resuelve el problema político que sigue latente hasta que se logre un acuerdo.
La esencia de la política es el acuerdo y por esos sus problemas se resuelven con acuerdos por la vía de la conciliación. El que resuelva el problema con una imposición no resuelve el problema; lo oculta; pero seguirá vivo hasta que haya un acuerdo. Es, en suma, el triunfo de la razón sobre la fuerza, sea ésta bélica o judicial.
El político inteligente gana oponiendo a la pretensión irracional de su opositor una propuesta razonable. Si es torpe pretenderá imponer su voluntad, sea o no sensata su postura. Si lo pretende, aunque la propuesta de su opositor sea más irracional que la suya, perderá porque todos somos pacíficos y rechazamos la imposición. Mientras una parte pretenda la imposición el ciudadano no discutirá la irracionalidad de la otra postura; porque es pacífico rechazará la imposición que es un atentado a la libertad mayor que la irracionalidad pactada.
La propuesta racional sólo podrá ganar cuando se ofrezca como un acuerdo. Entonces se pasará a analizar la racionalidad de la otra propuesta y al verla menos racional resultará derrotada con los votos. Sólo así será derrotado el político al que se apoyaba ¡pero sólo porque no se toleraba que se le quisiera atropellar!, no porque se estuviera de acuerdo con su propuesta.
Ser un político inteligente tiene (casi) siempre su premio. El de la violencia es pírrico; tiene los pies de barro y su destino es desmoronarse.

Solo necesita un poco de lluvia democrática.

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