Art. 2,
CE78: “La Constitución se fundamenta en la
indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos
los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
La definición de la “Nación española” como la “patria
común e indivisible de todos los españoles”, nos remite a la de esa “patria común” que a su vez exige definir a los “españoles” que
podrían definirse como quienes queriendo serlo el Estado español reconoce como
tales. Sin duda es una pescadilla que se muerde la cola. La historia dice que no
puede ser de otro modo.
Violada por el borbón la Constitución de 1812 hubo
constituciones que establecían o no los límites geográficos de la “Nación
española”. En todas era común la referencia a los españoles. Esos límites
geográficos, precisados o implícitos, han sufrido sucesivas disminuciones. Cada
vez que había alguna nueva constitución se creía que sería la última. ¿Cuál
será ésta?
La respuesta histórica es sencilla: aquella después de
la cual ningún colectivo de españoles que viva en un territorio de la nación
española quiera dejar de ser español y logre imponerlo mediante un tratado de
paz tras una guerra o cediéndolo a otro sin previa guerra.
Éste es el caso del malnacido borbón (Fernando VII) cuando
fijó con los USA las fronteras al oeste de los ríos Sabina y Arkansas y al
norte del paralelo 42 dejó de ser parte de la común e indivisible “Nación
española” el territorio
de Oregón, las Floridas, la Luisiana
y con ello la posibilidad de navegar el río Misisipi.
Sus borbónicos descendientes perderían lo demás tras perder guerra
tras guerra. Ésa ha sido la
constante borbónica más característica de la política interior: la incompetencia.
Pese a ello hay una “indisoluble unidad de la Nación española”, la que haya en
cada momento tenga el tamaño que tenga. Nunca desaparecerá mientras haya españoles
que quieran seguir siendo españoles.
¡Y aun si desaparece puede existir la Nación! Eso pasó
con Polonia; porque había polcaos empeñados en ser polacos reapareció. El caso
de Israel es distinto; no todos aceptan su ilegítimo origen. La II República siguió
existiendo tras la imposición de la voluntad del Dictador militar y de sus
sucesores. Sigue latente el deseo de tener una Nación democrática, es decir,
republicana; hasta que emerja en virtud de un acuerdo libremente tomado entre
todos los españoles no habrá solución; seguiremos bajo la imposición; es decir,
bajo la dictadura.
La “legitimidad” no es algo intrínseco como en un
objeto de razón: un cuadrado nunca puede ser un círculo. La legitimidad es una
cuestión política que nace del acuerdo. Al carecer de esencia intrínseca objetiva
- pese a que los “patriotas dictatoriales ” crean lo contrario - si nació del
acuerdo lleva en su propia esencia modificarse con posteriores acuerdos.
Sobre esa base se han construido los Estados cuya
evolución geográfica es una realidad viva y la realidad internacional. Pocos,
si hay alguno, tienen iguales fronteras que hace un siglo. Sólo el acuerdo
político es la única solución válida a los problemas políticos.
La confrontación bélica violenta es un error al querer
imponer a alguien lo que no quiere. El callejón sin salida es evidente. El
triunfo bélico no resuelve el problema por más que quien impone su voluntad lo
logre. El problema permanecerá latente hasta que se logre un acuerdo.
La confrontación ante los tribunales, menos cruenta, tampoco
es una solución válida. Un problema político exige modificar la ley previa. El
triunfo judicial impone la voluntad de la ley previa, pero no resuelve el
problema político que sigue latente hasta que se logre un acuerdo.
La esencia de la política es el acuerdo y por esos sus
problemas se resuelven con acuerdos por la vía de la conciliación. El que resuelva
el problema con una imposición no resuelve el problema; lo oculta; pero seguirá
vivo hasta que haya un acuerdo. Es, en suma, el triunfo de la razón sobre la
fuerza, sea ésta bélica o judicial.
El político inteligente gana oponiendo a la pretensión
irracional de su opositor una propuesta razonable. Si es torpe pretenderá
imponer su voluntad, sea o no sensata su postura. Si lo pretende, aunque la
propuesta de su opositor sea más irracional que la suya, perderá porque todos
somos pacíficos y rechazamos la imposición. Mientras una parte pretenda la
imposición el ciudadano no discutirá la irracionalidad de la otra postura;
porque es pacífico rechazará la imposición que es un atentado a la libertad
mayor que la irracionalidad pactada.
La propuesta racional sólo podrá ganar cuando se
ofrezca como un acuerdo. Entonces se pasará a analizar la racionalidad de la otra
propuesta y al verla menos racional resultará derrotada con los votos. Sólo así
será derrotado el político al que se apoyaba ¡pero sólo porque no se toleraba
que se le quisiera atropellar!, no porque se estuviera de acuerdo con su
propuesta.
Ser un político inteligente tiene (casi) siempre su
premio. El de la violencia es pírrico; tiene los pies de barro y su destino es
desmoronarse.
Solo necesita un poco de lluvia democrática.
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